lunes, 25 de julio de 2011

Un cuento del maestro

Bienvenido, Bob

[Cuento. Texto completo]

Juan Carlos Onetti



Es seguro que cada día estará más viejo, más lejos del tiempo en que se llamaba Bob, del pelo rubio colgando en la sien, la sonrisa y los lustrosos ojos de cuando entraba silenciosamente en la sala, murmurando un saludo o moviendo un poco la mano cerca de la oreja, e iba a sentarse bajo la lámpara, cerca del piano, con un libro o simplemente quieto y aparte, abstraído, mirándonos durante una hora sin un gesto en la cara, moviendo de vez en cuando los dedos para manejar el cigarrillo y limpiar de cenizas la solapa de sus trajes claros.

Igualmente lejos -ahora que se llama Roberto y se emborracha con cualquier cosa, protegiéndose la boca con la mano sucia cuando toso- del Bob que tomaba cerveza, dos vasos solamente en la más larga de las noches, con una pila de monedas de diez sobre su mesa de la cantina del club, para gastar en la máquina de discos. Casi siempre solo, escuchando jazz, la cara soñolienta, dichosa y pálida, moviendo apenas la cabeza para saludarme cuando yo pasaba, siguiéndome con los ojos tanto tiempo como yo me quedara, tanto tiempo como me fuera posible soportar su mirada azul detenida incansablemente en mí, manteniendo sin esfuerzo el intenso desprecio y la burla más suave. También con algún otro muchacho, los sábados, alguno tan rabiosamente joven como él, con quien conversaba de solos, trompas y coros y de la infinita ciudad que Bob construiría sobre la costa cuando fuera arquitecto. Se interrumpía al verme pasar para hacerme el breve saludo y no sacar los ojos de mi cara, resbalando palabras apagadas y sonrisas por una punta de la boca hacia el compañero que terminaba siempre por mirarme y duplicar en silencio el silencio y la burla.



A veces me sentía fuerte y trataba de mirarlo: apoyaba la cara en una mano y fumaba encima de mi copa mirándolo sin pestañear, sin apartar la atención de mi rostro que debía sostenerse frío, un poco melancólico. En aquel tiempo Bob era muy parecido a Inés; podía ver algo de ella en su cara a través del salón del club, y acaso alguna noche lo haya mirado como la miraba a ella. Pero casi siempre prefería olvidar los ojos de Bob y me sentaba de espaldas a él y miraba las bocas de los que hablaban en mi mesa, a veces callado y triste para que él supiera que había en mí algo más que aquello por lo que había juzgado, algo próximo a él; a veces me ayudaba con unas copas y pensaba "querido Bob, andá a contárselo a tu hermanita", mientas acariciaba las manos de las muchachas que estaban sentadas a mi mesa o estiraba una teoría sobre cualquier cosa, para que ellas rieran y Bob lo oyera.



Pero ni la actitud ni la mirada de Bob mostraban ninguna alteración en aquel tiempo, hiciera yo lo que hiciera. Sólo recuerdo esto como prueba de que él anotaba mis comedias en la cantina. Tenía un impermeable cerrado hasta el cuello, las manos en los bolsillos. Me saludó moviendo la cabeza, miró alrededor enseguida y avanzó en la habitación como si me hubiera suprimido con la rápida cabezada: lo vi moverse dando vueltas a la mesa, sobre la alfombra, andando sobre ella con sus amarillentos zapatos de goma. Tocó una flor con un dedo, se sentó en el borde de la mesa y se puso a fumar mirando el florero, el sereno perfil puesto hacia mí, un poco inclinado, flojo y pensativo. Imprudentemente -yo estaba de pie recostado contra el piano- empuje con mi mano izquierda una tecla grave y quedé ya obligado a repetir el sonido cada tres segundos, mirándolo.



Yo no tenía por él más que odio y un vergonzante respeto, y seguí hundiendo la tecla, clavándola con una cobarde ferocidad en el silencio de la casa, hasta que repentinamente quedé situado afuera, observando la escena como si estuviera en lo alto de la escalera o en la puerta, viéndolo y sintiéndolo a él, Bob, silencioso y ausente junto al hilo de humo de su cigarrillo que subía temblando; sintiéndome a mí, alto y rígido, un poco patético, un poco ridículo en la penumbra, golpeando cada tres exactos segundos la tecla grave con mi índice. Pensé entonces que no estaba haciendo sonar el piano por una incomprensible bravata, sino que lo estaba llamando; que la profunda nota que tenazmente hacía renacer mi dedo en el borde de cada última vibración era, al fin encontrada, la única palabra pordiosera con que podía pedir tolerancia y comprensión a su juventud implacable. Él continuó inmóvil hasta que Inés golpeó la puerta del dormitorio antes de bajar a juntarse conmigo. Entonces Bob se enderezó y vino caminando con pereza hasta el otro extremo del piano, apoyó un codo, me miró un momento y después dijo con una hermosa sonrisa: "¿Esta noche es una noche de lecho o de whisky? ¿Ímpetu de salvación o salto en el vacío?".



No podía contestarle nada, no podía deshacerle la cara de un golpe; dejé de tocar y fui retirando lentamente la mano del piano. Inés estaba en la mitad de la escalera cundo él me dijo: "Bueno, puede ser que usted improvise".



El duelo duró tres o cuatro meses, y yo no podía dejar de ir por las noches al club -recuerdo, de paso, que había campeonato de tenis por aquel tiempo- porque cuando me estaba por algún tiempo sin aparecer por allí, Bob saludaba mi regreso aumentando el desdén y la ironía en sus ojos y se acomodaba en el asiento con una mueca feliz.



Cuando llegó el momento de que yo no pudiera desear otra solución que casarme con Inés cuanto antes, Bob y su táctica cambiaron. No sé cómo supo mi necesidad de casarme con su hermana y de cómo yo había abrazado esa necesidad con todas las fuerzas que me quedaban. Mi amor por aquella necesidad había suprimido el pasado y toda atadura con el presente. No reparaba entonces en Bob; pero poco tiempo después hube de recordar cómo había cambiado en aquella época y alguna vez quedé inmóvil, de pie en la esquina, insultándolo entre dientes, comprendiendo que entonces su cara había dejado de ser burlona y me enfrentaba con seriedad y un intenso cálculo, como se mira un peligro o una tarea compleja, como se trata de valorar el obstáculo y medirlo con las fuerzas de uno. Pero yo no le daba ya importancia y hasta llegué a pensar que en su cara inmóvil y fija estaba naciendo la comprensión por lo fundamental mío, por un viejo pasado de limpieza que la adorada necesidad de casarme con Inés extraía de debajo de los años y sucesos para acercarme a él.



Después vi que estaba esperando la noche; pero lo vi recién cuando aquella noche llegó Bob y vino a sentarse a la mesa donde yo estaba solo y despidió al mozo con una seña. Esperé un rato mirándolo, era tan parecido a ella cuando movía las cejas; y la punta de la nariz, como a Inés, se le aplastaba un poco cuando conversaba. "Usted no va a casarse con Inés", dijo después. Lo miré, sonreí, dejé de mirarlo. "No, no se va a casar con ella porque una cosa así se puede evitar si hay alguien de veras resuelto a que se haga". Volví a sonreírme. "Hace unos años -le dije- eso me hubiera dado muchas ganas de casarme con Inés. Ahora no agrega ni saca. Pero puedo oírlo, si quiere explicarme...". Enderezó la cabeza y continuó mirándome en silencio; acaso tuviera prontas las frases y esperaba a que yo completara la mía para decirlas. "Si quiere explicarme por qué no quiere que yo me case con ella", pregunté lentamente y me recosté en la pared. Vi enseguida que yo no había sospechado nunca cuánto y con cuanta resolución me odiaba; tenía la cara pálida, con una sonrisa sujeta y apretada con los labios y dientes. "Habría que dividirlo por capítulos -dijo-, no terminaría en la noche".



"Pero se puede decir en dos o tres palabras. Usted no se va a casar con ella porque usted es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios". Chupó el cigarrillo apagado, miró hacia la calle y volvió a mirarme; mi cabeza estaba apoyada contra la pared y seguía esperando. "Claro que usted tiene motivos para creer en lo extraordinario suyo. Creer que ha salvado muchas cosas del naufragio. Pero no es cierto". Me puse a fumar de perfil a él; me molestaba, pero no le creía; me provocaba un tibio odio, pero yo estaba seguro de que nada me haría dudar de mí mismo después de haber conocido la necesidad de casarme con Inés. No; estábamos en la misma mesa y yo era tan limpio y tan joven como él. "Usted puede equivocarse -le dije-. Si usted quiere nombrar algo de lo que hay deshecho en mí...". "No, no -dijo rápidamente-, no soy tan niño. No entro en ese juego. Usted es egoísta; es sensual de una sucia manera. Está atado a cosas miserables y son las cosas las que lo arrastran. No va a ninguna parte, no lo desea realmente. Es eso, nada más; usted es viejo y ella es joven. Ni siquiera debo pensar en ella frente a usted. Y usted pretende...". Tampoco entonces podía yo romperle la cara, así que resolví prescindir de él, fui al aparato de música, marqué cualquier cosa y puse una moneda. Volví despacio al asiento y escuché. La música era poco fuerte; alguien cantaba dulcemente en el interior de grandes pausas. A mi lado Bob estaba diciendo que ni siquiera él, alguien como él, era digno de mirar a Inés a los ojos. Pobre chico, pensé con admiración. Estuvo diciendo que en aquello que él llama vejez, lo más repugnante, lo que determinaba la descomposición era pensar por conceptos, englobar a las mujeres en la palabra mujer, empujarlas sin cuidado para que pudieran amoldarse al concepto hecho por una pobre experiencia. Pero -decía también- tampoco la palabra experiencia era exacta. No había ya experiencias, nada más que costumbre y repeticiones, nombres marchitos para ir poniendo a las cosas y un poco crearlas. Más o menos eso estuvo diciendo. Y yo pensaba suavemente si él caería muerto o encontraría la manera de matarme, allí mismo y enseguida, si yo le contara las imágenes que removía en mí al decir que ni siquiera él merecía tocar a Inés con la punta de un dedo, el pobre chico, o besar el extremo de sus vestidos, la huella de sus pasos o cosas así. Después de una pausa -la música había terminado y el aparato apagó las luces aumentando el silencio-, Bob dijo "nada más", y se fue con el andar de siempre, seguro, ni rápido ni lento.



Si aquella noche el rostro de Inés se me mostró en las facciones de Bob, si en algún momento el fraternal parecido pudo aprovechar la trampa de un gesto para darme a Inés por Bob, fue aquella, entonces, la última vez que vi a la muchacha. Es cierto que volví a estar con ella dos noches después en la entrevista habitual, y un mediodía en un encuentro impuesto por mi desesperación, inútil, sabiendo de antemano que todo recurso de palabra y presencia sería inútil, que todos mis machacantes ruegos morirían de manera asombrosa, como si no hubieran sido nunca, disueltos en el enorme aire azul de la plaza, bajo el follaje de verde apacible en mitad de la buena estación.



Las pequeñas y rápidas partes del rostro de Inés que me había mostrado aquella noche Bob, aunque dirigidas contra mí, unidas a la agresión, participaban del entusiasmo y el candor de la muchacha. Pero cómo hablar a Inés, cómo tocarla, convencerla a través de la repentina mujer apática de las dos últimas entrevistas. Cómo reconocerla o siquiera evocarla mirando a la mujer de largo cuerpo rígido en el sillón de su casa y en el banco de la plaza, de una igual rigidez resuelta y mantenida en las dos distintas horas y los dos parajes; la mujer de cuello tenso, los ojos hacia delante, la boca muerta, las manos plantadas en el regazo. Yo la miraba y era "no", sabía que era "no" todo el aire que la estaba rodeando.



Nunca supe cuál fue la anécdota elegida por Bob para aquello; en todo caso, estoy seguro de que no mintió, de que entonces nada -ni Inés- podía hacerlo mentir. No vi más a Inés ni tampoco a su forma vacía y endurecida; supe que se casó y que no vive ya en Buenos Aires. Por entonces, en medio del odio y del sufrimiento me gustaba imaginar a Bob imaginando mis hechos y eligiendo la cosa justa o el conjunto de cosas que fue capaz de matarme en Inés y matarla a ella para mí.



Ahora hace cerca de un año que veo a Bob casi diariamente, en el mismo café, rodeado de la misma gente. Cuando nos presentaron -hoy se llama Roberto- comprendí que el pasado no tiene tiempo y el ayer se junta allí con la fecha de diez años atrás. Algún gastado rastro de Inés había aún en su cara, y un movimiento de la boca de Bob alcanzó para que yo volviera a ver el alargado cuerpo de la muchacha, sus calmosos y desenvueltos pasos, y para que los mismos inalterados ojos azules volvieran a mirarme bajo un flojo peinado que cruzaba y sujetaba una cinta roja. Ausente y perdida para siempre, podía conservarse viviente e intacta, definitivamente inconfundible, idéntica a lo esencial suyo. Pero era trabajoso escarbar en la cara, las palabras y los gestos de Roberto para encontrar a Bob y poder odiarlo. La tarde del primer encuentro esperé durante horas a que se quedara solo o saliera para hablarle y golpearlo. Quieto y silencioso, espiando a veces su cara o evocando a Inés en las ventanas brillantes del café, compuse mañosamente las frases del insulto y encontré el paciente tono con que iba a decírselas, elegí el sitio de su cuerpo donde dar el primer golpe. Pero se fue al anochecer acompañado por tres amigos, y resolví esperar, como había esperado él años atrás, la noche propicia en que estuviera solo.



Cuando volví a verlo, cuando iniciamos esta segunda amistad que espero no terminará ya nunca, dejé de pensar en toda forma de ataque. Quedó resuelto que no le hablaría jamás de Inés ni del pasado y que, en silencio, yo mantendría todo aquello viviente dentro de mí. Nada más que esto hago, casi todas las tardes, frente a Roberto y las caras familiares del café. Mi odio se conservará cálido y nuevo mientras pueda seguir viviendo y escuchando a Roberto; nadie sabe de mi venganza, pero la vivo, gozosa y enfurecida, un día y otro. Hablo con él, sonrío, fumo, tomo café. Todo el tiempo pensando en Bob, en su pureza, su fe, en la audacia de sus pasados sueños. Pensando en el Bob que amaba la música, en el Bob que planeaba ennoblecer la vida de los hombres construyendo una ciudad de enceguecedora belleza para cinco millones de habitantes, a lo largo de la costa del río; el Bob que no podía mentir nunca; el Bob que proclamaba la lucha de los jóvenes contra los viejos, el Bob dueño del futuro y del mundo. Pensando minucioso y plácido en todo eso frente al hombre de dedos sucios de tabaco llamado Roberto, que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una mujer a quien nombra "mi señora"; el hombre que se pasa estos largos domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y jugando a las carreras por teléfono.



Nadie amó a mujer alguna con la fuerza con que yo amo su ruindad, su definitiva manera de estar hundido en la sucia vida de los hombres. Nadie se arrobó de amor como yo lo hago ante sus fugaces sobresaltos, los proyectos sin convicción que un destruido y lejano Bob le dicta algunas veces y que sólo sirven para que mida con exactitud hasta donde está emporcado para siempre.



No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor como diariamente le doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos. Es todavía un recién llegado y de vez en cuando sufre sus crisis de nostalgia. Lo he visto lloroso y borracho, insultándose y jurando el inminente regreso a los días de Bob. Puedo asegurar que entonces mi corazón desborda de amor y se hace sensible y cariñoso como el de una madre. En el fondo sé que no se irá nunca porque no tiene sitio donde ir; pero me hago delicado y paciente y trato de conformarlo. Como ese puñado de tierra natal, o esas fotografías de calles y monumentos, o las canciones que gustan traer consigo los inmigrantes, voy construyendo para él planes, creencias y mañanas distintos que tienen luz y el sabor del país de juventud de donde él llegó hace un tiempo. Y él acepta; protesta siempre para que yo redoble mis promesas, pero termina por decir que sí, acaba por muequear una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo de las horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables.



Cortesía de Ciudad Seva




sábado, 16 de julio de 2011

De José Carlos Becerra.

EL TEMA DE LA ZORRA




Saliste tarareando del bar y el abrigo resbaló de tus hombros,
anteriormente yo lo había dicho, escribir sobre ti
es una mala tarea,
y así cuando intento el acuerdo de dos o tres datos sensibles, hablo del abrigo que resbaló de tus
[hombros
y del brusco movimiento con que nos inclinamos ambos para recogerlo.

Convicción de una contrafatalidad a propósito de tu tema, querida mía a propósito
de la corrupción ideal de esta mañana donde la luz y la niebla se afianzan mutuamente
[despidiendo las nuevas imágenes de tu ocultamiento.

A la salida de entonces, sed gruesa y clara o polvo muy fino y casi impalpable,
estábamos un poco borrachos, viviendo en los límites de la canción que acabábamos de escuchar,
recuerdo el reflector sobre la cantante y el pianista,
comenzamos por una asociación, por la tendencia de todo recuerdo a volverse hacia no sé qué sospechosa unidad,
hablando de ti, hablando
de tu abrigo cayéndose para que en tus brazos desnudos yo viese algo y luego hablara de esa piel
[donde destierro y blancura parecen atraerse misteriosamente.

Escribir sobre ti es una mala tarea,
saliste canturreando,
así cuando una imagen tuya ha logrado su intensidad extraordinaria,
anulas la sensación de límites que me persigue a pesar de que el orden de los viejos recuerdos no subsista,
hablaba de los límites de aquella canción a propósito de tu tema,
aun cuando un sentimiento de dolor o de sobresalto amoroso repita velozmente sus operaciones
en la trama carnal donde se desenvuelven maniobras, querida, las maniobras
precipitándose oblicuamente y desde gran altura como hace el ave de rapiña al divisar la presa.


Así eras suave y resistente al polvo algunas veces,
o bien, en forma aislada en tu rostro
se constituyen los dos mundos de siempre, por una parte las cuestiones pendientes de los
[fantasmas, por otras las escaleras de los sucesos considerados con respecto al amor,
o sea tu sabor a cigarro y martinis o sea tus muslos restallantes entre las ligas de las medias,
pero también tu intercambio de sonrisitas con tus amigos que estaban en la mesa,
tu rostro donde lo oscuro se colmaba de matorrales y cuevas en la espesura,
lo que no es compatible, el desacuerdo con el dato denominado amoroso al sostener juicios de compensación,
[comparaciones y pertenencias que la imaginación rastrea soñando ordenar.

Y esa noche mientras hablábamos
tus ojillos me miraron en la espesura de la penumbra,
detrás del matorral de la música, desde el interior de tu cueva me veías,
yo me puse a avanzar, algo dije y no me detuve, tú me observabas curiosamente,
cómo olvidar tus ojillos brillando dentro de la cueva…

La canción, la canción que no volverá a nosotros,
quiero decir aquello que nos persigue mordiéndole los talones no a nosotros sino a la canción que
[va perdiendo peso como tú la tarareabas,
terrenos geológicos constituidos por aluviones de no sé cuando, materiales salinos y yesosos,
es tu tema, querida, mientras unas cuantas caricias ejercen el dominio sobre una buena parte del área
[cubierta por una canción y algunos martinis.

Me hablabas de tus cosas, tarareas,
hablabas de lo inútil como si tú, querida, supieras algo de lo inútil de todo,
o te refirieras a tu boca cuando súbitamente la pusiste en la mía,
bajo la influencia de esta imagen descargando sucesos, palabras o instrumentos que puedan
[reproducir con exactitud; ya basta, los tiempos acumulados en aquel movimiento producido por
[una presión en la base de lo que reflejábamos,
y ya dentro del coche lo de siempre, apretarte los senos, morderme tú la mejilla, gemir, meterte
[yo la mano entre los muslos que poco a poco abres diciéndome no por favor, diciéndome por
[favor es que no puedo volver tan tarde.

Ah, dominado por una imaginación que no cesa de emitir movimientos de anotación corporal no
[revelada sino en un sistema de chispas que utilizan un número de distancias explosivas que
[oscilan en el sabor de unos labios y en la pesadez y gravitación de unos muslos furiosamente
[acariciados;
tiempo menesteroso y precario del lenguaje,
la compasión ovillada en lo destruido, querida,
querida mía,
te hablaré por teléfono, decías, pero no lo hiciste,
nos vimos de nuevo por que continuamente te buscaba, tú pasabas flotando en tus derivaciones,
[inventabas historias, una vez después de esperarte inútilmente volví a mi casa y me encontré un
[recado tuyo debajo de la puerta, después nos reímos tanto.

El tiempo de pensar en ti es esta mañana donde la luz y la niebla me ofrecen como en ráfagas tu
[ocultamiento, tu legible ocultamiento,
absolutamente seguro de que tampoco ahora me llamarás por teléfono,
pequeña y razonable imbécil cantando la canción con la cual intentabas burlarte de ti misma, con
[la cual yo no cesaba de soñar en ti,
pequeña zorra que no has superado siquiera la autocompasión, encubriendo con tus muslos
[separados el tiempo separado que vendría después,
imágenes, ah, escribir sobre ti
es una mala tarea, aparición de tus muslos entre las ligas de las medias, tu boca con sabor a
[cigarros y martinis,
tu tema empleando la espontaneidad de estas imágenes como síntesis pasiva, como partes de un teléfono que no suena.

Sin embargo, lo reconozco, todo ser viviente avanzado se vale de otros seres para desarrollar sus
[propios reflejos,
pero hay algo, querida, que infortunadamente echaste en saco roto;
que no se deben sacrificar más partes de un ser que aquellas que necesitamos, para dar tiempo
[así a que las partes sobrevivientes las repongan.

Toda canción tarareada por ti en la puerta de un bar, es una síntesis involuntaria
de lo que ya no repetiremos nunca, de lo que va a alimentar tu tema mientras esta mañana la luz
[y la niebla se afianzan mutuamente como dos enemigos como dos simulacros como los
[perfeccionamientos de tu tema situado el uno en la ausencia del otro diciéndome no por favor,
[mientras la irónica cortesía vigilante de lo real
nos sostiene en un punto del tiempo donde tu y yo simularemos este encuentro mientras tu abrigo tenga que
[resbalar de tus hombros y mientras yo tenga que decirlo.

Cuento

ABSURDO, BLANCO




A Milorad Pavic




Aquella vez en que volviste a ser niña. En que nos encontramos e hicimos el amor. Era el fin del mundo. Jazz yacía a tu costado, enferma quizá, tal vez triste. Nadie nos dijo que este juego llegaría tan lejos. Que esta forma de burlarse del amor fue una manera de negar esa práctica.
- ¿Qué no tienes respuesta?
Levantas la taza y me miras.
- Creo que al fin te conozco; aunque nunca supe de ti.
Pensaba que el juego terminaría igual sin que nadie saliera lastimado. Yo, como simple observador, pensé que ese mundo era imposible. Que las historias de amor parecían cosas lejanas, me resultaban indiferentes.
El galgo afgano seguía quejándose, no se levantaba del suelo, respiraba rápido. “Jazz”, decías con ternura. Llorabas con desesperación.
Por un momento vi que el color del pelaje de la hembra galgo cambiaba. No era una ilusión. El color gris se había tornado plata claro, como tus cabellos.
Terminamos tristes los dos.
- Nadie podrá escucharte, nadie.
Supe que lo decías al aire como si no me oyeras. Porque nos sabíamos en un juego absurdo, blanco.
Una tonta idea de ambos.
Yo seguía mirándolas a las dos desde la cama.
Pensé que Jazz en su tierra sería madre, amamantaría a sus cachorros en tierras desérticas y tendría una estirpe de galgos inmortales. Sus padres de Jazz fueron perros cazadores de guerra entre las tribus nómadas en el desierto.
Yazul seguía gimiendo. Yo sentí aunque estaba extenuado por nuestro encuentro. El juego.
- La verdad está aquí- señalaste a la cama y te pusiste en pie, tu cabello casi plata (larguísimo y lacio) era igual a mis pensamientos.
Luego todo fue como un rompecabezas, un juego complejo de imágenes sueltas, armadas abruptamente por un dios. En frente de la mesa vi tu velo. Tuve temor de saberte desnuda y mía.
Parecía un sueño, como contarme alguna leyenda de las Mil y una noches al oído. En este territorio desértico que era mi Dos Sacrificios, vivía esta historia.
- Tú lo inventaste- decías reprochándome.
Yo sabía que todo eso: nuestro encuentro fortuito, luego tu amor, era un engaño; cuando simulaste ser otra persona en la red y me invitaste al bar para probar mis alcances. Sabías tanto. Pero desee seguir tu juego. Dije cosas que no pensé. Arrogante, siempre. No sabías que sí llegué al bar pero nunca te vi.
- Sigue mal- te inclinaste hacia ella y me dejaste ver tu naturaleza secreta. Mi cuerpo reaccionó ante tu olor.
Otra vez me excité. Decías que lo nuestro pertenecía al espíritu.
Yazul quiso levantarse, respiraba fuerte, yo pensé que moriría esa noche.
Me levanté avergonzado por mi desnudes, pero quise acariciarla. Tú olías a un perfume extraño “Armagedon 44”, pensé que mi cuerpo había consumido todo tu olor. Acaricié a Jazz “afghan hound” decía la foto en Internet.
- Estarás bien, lo sabes,
Te acercaste nuevamente y el abrazo cimbró mi cuerpo. Te eché a la cama y te quité el velo blanco que te hizo ninfa en ese amanecer. La luz del sol vino después. La perra enferma nos miró haciendo el amor.
Volviste a ser niña, ya lo dije, te apenaba tu egoísmo. Recuerdo que me sedujo tu forma de escribir “Venid a mí soy el amor que purifica”. Me gustabas sobre la cama. Más llena de palabras al gemir. Parece que en ese momento te desee más que te quise.
- Eres carne- dije leve para que Yazul no despertara-. El amor no es suficiente se necesita esta otra parte, amor.
Olía ya a ti. Deshecho, ya cansado con sueño, con tu cuerpo a mi lado, te miraba dormir.
Me levanté lentamente, quise salir rápido. Tomé mi ropa barata y mi teléfono móvil. Recibí un mensaje al encenderlo, todo a mi alrededor fue más claro que en mis sueños.
- Alguien, me espera- te mentí.
- Quédate- decías con los ojos cerrados. Me aproximé a Jazz, su color había cambiado nuevamente a un azul cielo. Brillaba en esa penumbra.
Terminé de abotonarme la camisa. Te miré y abriste un segundo los ojos. “Hoy son claros, no como en las fotos de la red”, pensé.
- ¿Es tu nombre verdadero?- dije.
Tú sonreíste. Entonces caminé hasta el bañó y abrí el grifo para lavarme el rostro. Sabía que el mundo podía destruirse ese día.
Yazul se levantó feliz tras de mí. Me olió.
Salí del baño y tu me diste la espalda. “Blanca y lineal, un cuerpo hermoso. Tengo que salir de este sueño”, pensé. Jazz seguía oliéndome y dio un gruñido, luego ladró un poco, reconociéndome. Un mensaje llegó a mi móvil. Leí un reclamo. No quise volver a verlo. Salí en silencio de tu casa.
Afuera tomé un taxi y me alejé del lugar para concluir el sueño. Jazz caminaría por la calle. Tú seguirías siendo niña, lo predije.
El taxi impactó contra un BMW y al volante vi tu rostro. Olí tu fragancia por vez última; sabía que era el fin del mundo.



Miguel Tonhatiu, mayo 2011