viernes, 28 de enero de 2011

Fue una foto de Óscar de la Borbolla la que me dio la idea.

ESTA REALIDAD






La inclinación más natural del hombre

es hundirse y hundir con él a todo el mundo

Albert Camus



Era hermosa y mentía. Cuando la vi, se encontraba desnuda en sus cuatro patas y miraba al cielo. Pensé que era un sueño. Nunca había visto una hembra de centauro. Me excité al contemplarla. Siempre me sucede eso, no puedo evitarlo; es algo antiguo, claro, poblado de mitos que me lleva. La necesité un instante, muchos instantes. Sonrió. Vi su facultad equina de cruzar este espacio hacia mí. Me preocupé porque la visión podría desaparecer. Pero no era mi subconsciente. Estaba en vigilia, tenía un par de días sin dormir y llegué a este sitio. Bebí demasiado para obligarme a vencer el cuerpo, los músculos; el hambre y la embriaguez me tenían que llevar al sueño. ¿Por qué no viniste antes? Carajo. Recuerdo que me quité el pantalón y lo arrojé a un lado pensando que era eso una emanación de mi inconsciente. No existes, murmuré y le di la espalda. El cuarto olía a flores. La mugre casual de los cuartos de hotel no tenía nada que ver con este espacio ahora. Era mi ebriedad. Tienes miedo, decía con un leve acento extranjero. No eres y si existes sólo es como un mito, sin voltear a verla, seguí desnudándome y luego abrí las cobijas de la cama. No te acuestes, no podría estar contigo, así, oí. Tuve temor de verla al rostro. “Un animal mítico debe ser viejo”, pensé. “Un animal así debe tener dos mil años”. No es tu cabeza, puedes verme. No soy anciana. Entonces me volví, descubrí su grupa preciosa y bien formada que al moverse develaba una cola rubia y en la zona de la crin su cuerpo humano naciente, con sus pechos dotados de una blancura de durazno y virgen; su cabello castaño acercándose al rubio. ¿Percibes la lengua en la que hablo?, dijo. No sé dónde estoy, ni qué es esto; será la sombra de mi embriaguez, y sonreí echándome hacia atrás en la cama colocando mis brazos debajo de mi cabeza. Estoy desnuda, dijo, intimidada por la forma en la que las observé. Es la vigilia, respondí, es la vigilia, lo dije sin creer en ella en el cuarto y en las palabras. Ella caminó de lado y quedó de perfil entre las sombras. Apaga ya la luz. “Es estúpido seguir, creo que debo dejar de oírla, creer que existe, es cansancio”, pensé. Ella me miraba a los ojos. ¿Crees que no te escucho? Tus pensamientos rebotan en esta habitación, entre el olor a cigarros y amor. No es un buen lugar para nosotros, reclamó. “Esto que llamamos nosotros”, pensé. Le di la espalda otra vez y dije fuerte: No existes. Me eché a la cama. Escuché luego un zumbido y luego sentí un golpe en el colchón detrás de mí. No te muevas, dijo sin hablar. Gira lento y mira la saeta. No había sentido miedo hasta ese instante, palpé una vara delgada que se incrustó en el colchón. Luego la miré. Traía el carcaj y la cinta que partía sus senos. La escondía en el perfil de la espalda de la parte en sombra. “La fantasía es un indicio de mi locura”, dijo burlona. Estoy aquí para ti, completó, No puedes acostarte; no sé qué sea el amor para un animal, dije instintivamente. Agachó la cabeza, Como yo, traté de enmendar. “Estoy enfermo, ya llevo dos días delirando. Esta realidad… ¿Qué espera de mí?”, pensé. Me incorporé y luego bajé los pies al suelo. Estuve observándola; desprendía un olor violento a flores. La necesitaba, quizá fue mi único pensamiento antes de ser totalmente convencido por su voz. Me dejó montarla. Después dormí.





Estaba echado sobre la cama, solo. Me dolían las extremidades inferiores. El lugar olía extraño, ya no a aquella esencia a flores. Parecía una mañana común. Las rodillas me ardían y sentía los talones duros. Estaba sentado, tenía el cuerpo entero entumecido, como si en cuclillas hubiese dormido. Las pantorrillas permanecían tensas todavía. El músculo se habría convertido en hueso. “¿Dónde se fue?”, pensé orgánicamente. “¿Cómo pude dormir así?” Olvidé todo, cómo perdí la consciencia y desperté. El sueño se largo con recuerdos míos. Al mirar mis pies vi un par de ancas delanteras musculosas. Tenían un pelaje blanco que me fascinó de primer vistazo. Entonces ese olor volvió. Me sentí fuerte. Lentamente eché mis cuartos traseros fuera de la cama y luego los delanteros. Caminé cloqueando sobre la alfombra roja y sucia del cuarto. Los golpes me asombraban. Sentía el peso de las pezuñas. Traía el arco cruzado y el carcaj en la espalda. De pronto el pelaje llegó a mi cara, traía barba sin habérmelo propuesto y el cabello luengo. Fui hacia el espejo y noté mi pecho duro y formado con vello. Los músculos de mis brazos eran prominentes. En el estado de asombro descubrí una fuerza descomunal levantando la cama con una mano. La regresé a tierra. Oía ruidos afuera y la luz atravesaba el visillo de la ventana. Me sentía listo para salir del lugar y gritar a la gente en las calles. Y fue cuando me percaté de lo imposible, que la mujer Centauro me había contagiado. Una horrible enfermedad. Nadie me podía ver así. “¿Cómo me esconderé entre la gente?”, pensé. Tampoco puedo estar aquí. Fui hacia la puerta; abrí y escuché gente abajo. Me pareció oportuno. Sin embargo por los ruidos volví atrás. Golpee mi torso odiando mi condición sagitaria. El pelaje de mi piel equina me pareció suave. Pensé en una forma de huir a la calle por la noche y luego buscar refugio en mi casa, a las orillas de la ciudad. Pero no tenía alternativa. El tiempo del cuarto vencía y alguien de la administración vendría a decírmelo. Busqué mi reloj de pulso y lo hallé tirado. Por más intentos que hice no logré siquiera tocarlo. Mi camisa se encontraba sobre la cama, me acerqué. La sobrepuse en mi espalda, antes dejé el carcaj y el arco. Cerró con dificultad. Coloqué encima nuevamente mis instrumentos. Los pantalones en el suelo, sólo me preocupé por mi billetera. Solté una carcajada que emanó desde mi estómago. Estaba montado en un caballo; no habría lugar para mi cuerpo en ningún transporte. Encaré la puerta y salí. En el pasillo sólo había focos fundidos y un olor a ceniza con desinfectante. Alguien fumaba lejos. Troté a las escaleras. Escuchaba voces que venían de abajo. “Es ahora”, dije y comencé a descender lento. El sol alumbraba, vi el rostro del administrador que subía. Echó hacia atrás. Se asombró al verme Centauro. Leí también sus pensamientos.

miércoles, 19 de enero de 2011

NUEVO CUENTO

LA VOCAL DÉBIL




Venía de la nada. El tábano seguía en mis ojos, cerró sus alas y se dispuso a dejarse caer sobre mi brazo. Al notar sus secretas intenciones yo me dispuse a cazarlo. Días atrás me había causado algunas ronchas en el dorso de la mano. Tenía el deseo. Al verlo allí sobre mi brazo, en mi trampa, sentí su miedo, su faz minúscula desprendía ese temblor único que se tiene antes de morir. Entonces lancé mi golpe con la palma abierta.

Desapareció, pensé que habría huido al fin y mi empresa resultaría un fracaso. Vi una silueta pequeñísima resbalar por mi camisa, lenta escuálida, como una pelusa negra en este espacio de algodón con cuadros finos. Terminó aquí (cómo este registro insensato de un acento, de una tilde en la vocal débil que es la “i”, carajo.) El animal se convirtió en una vulgar mancha en mi ordenador, luego en la hoja impresa, se fusionó con la tinta.

Lo singular fue que dejó un rastro de sangre delgadísimo como un camino en mi brazo, un tatuaje con mi propia sangre.

Cada vez que tengo la necesidad de rascar mi piel, saco este texto para ver como en venganza también se vuelven las palabras.